No creo equivocarme al sostener que cualquier retrato que se haga de Andrés Cadena, que sea fiel a cómo él se muestra ante la gente, nos conduce inevitablemente hacia una misma imagen: la de una persona siempre dispuesta. Casi todas sus actitudes revelan que se encuentra listo para lo que se venga. Una de sus posturas corporales más comunes es la de su tronco un tanto inclinado hacia adelante, como si estuviera siempre atento, incluso antes que cualquier otra persona, a los sucesos del futuro inmediato y quisiera ofrecer su propio cuerpo como recipiente de aquello que está por acontecer. Esa generosidad con la gente en la alegría y en el duelo, con los eventos del cotidiano o de la fiesta, con el mundo que busca ser escuchado y atendido, es el signo de este escritor, nuestro amigo, que hoy nos convoca alrededor de Biopic su nuevo libro de cuentos.
En el primer número de la revista Hélice, una de las revistas más importantes de la vanguardia ecuatoriana en los años 1920, Gonzalo Escudero hace un retrato muy en onda futurista de su admirado contemporáneo Pablo Palacio, de quien aparece publicado un cuento en el mencionado número. Escribe Escudero: «una nariz de halcón, una epidermis de excelente pergamino para encuadernar toda una biblioteca prohibida, una quijada protuberante a manera de proa de su sonrisa de azufre –amarilla pálida– que tiende desde la nariz hasta las comisuras de la boca, siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas perfectamente paralelas» (citado en Manzoni 59). Me ha llamado siempre mucho la atención el hecho de que para el joven Escudero haya sido imperativo esbozar un retrato de su amigo en la presentación de su relato. ¿Qué aporta una descripción de los rasgos del rostro de un hombre o sus gestos a la lectura de su obra narrativa? Escudero se refiere a la sonrisa de azufre de Palacio y ese comentario me lleva necesariamente al narrador de Débora, que se ríe irritado ante la vulgaridad del Teniente que es el seudoprotagonista de la novela.
He comenzado este texto refiriéndome a una postura que es bastante común en el cuerpo de Cadena, porque creo, como Escudero con Palacio, que en su caso, es posible pensar un continuo entre su disposición generosa ante el mundo y su escritura. Creo que como algunas escritoras y escritores de su generación, en Biopic, Andrés inventa unos narradores que se parecen mucho a él mismo (quizás esa es una de las razones del nombre del libro). En el relato «Ánimas», escribe: «Quiero ser niño otra vez y desear venganza sin culpa, quiero apretar los dedos haciendo puño hasta que me sangren las palmas, quiero oír cómo el fuego es una fiesta de carcajadas, quiero abrazar a mi hijo a su altura para que nuestros ojos se encuentren sin problema». A mí no me costó hacer esa identificación entre el narrador de este cuento diciendo que quiere ser niño otra vez para abrazar a su hijo a su altura y el Andrés Cadena, pero antes que proponer una lectura biografista de su obra, que es un acercamiento que podría agotarse pronto, lo que me interesa es señalar que su escritura está cargada de su propia intimidad, de la intensidad de los afectos; que si bien es una escritura cuidada y prolija, es también una herida profunda que se infecta, que se deja habitar por virus y bacterias, o por los dedos de quienes buscan tener la certeza de que se trata de la herida de un hombre y no la de un fantasma. Siento que esta es una escritura valiente y muy rítmica, plagada de poesía, una escritura que enamora (=
Precisamente es su carga poética lo que más me conmueve de Biopic. Uno de los relatos más bellos del libro titulado «Lo lento» es una especie de apología de la lentitud, del ojo que se concentra en ella, en lo que se demora, en lo que se toma su tiempo y bien puede no llevar a término la labor en la que se ha enfrascado. Escribe, por ejemplo: «Las eclosiones de los capullos inspiran las fábulas animales que más didácticamente explican la vida que avanza sin apuro, sin llamar la atención. Dejar que las esperas eclosionen en diminutos hallazgos, como insectos, es una facultad que no se puede fingir, es una disposición intracelular». Y más adelante: «A mí se me ocurre decirle que allá, donde él está, también hay innumerables cosas desarrollándose con la potencia de lo lento; quisiera invitarle a que se detenga en ellas, que reduzca su propio aceleramiento y se sumerja en la morosa constatación de los universos mínimos que se tienden con la delicadeza del polvo al aterrizar sobre las cosas». La lentitud como una disposición de las células de ciertos cuerpos que buscan no llamar la atención y, sin embargo, están ahí como la forma más antigua de la existencia, como los arquetipos que nos facilitan alguna comprensión sobre ciertos fenómenos repetitivos. O la invitación a mirar los universos mínimos que nos rodean y de los que nuestra disposición ansiosa suele privarnos. Como diría Blanca Varela: «La lentitud es belleza», y eso mismo ha entendido bien Cadena al punto que este cuento cierra con uno de los momentos más potentes del libro, el narrador sosteniendo, con la naturalidad con la que asume un animal la muerte, que tanto él como su abuelo se encaminan hacia el fin. El viejo, por su edad y su salud venida a menos; el narrador, porque, al amar lo lento, se le pasa la vida en su contemplación.
Estos cuentos tienen un marco geográfico que todes aquí podemos reconocer inmediatemante porque se parece mucho a la ciudad que pisamos en este preciso momento: las historias de Biopic se desarrollan en Miranda, una ciudad clavada en las montañas y que ofrece unos paisajes poderosos, que sus personajes aman y evocan aunque estén al pie mismo del volcán, y a la que también reconocen como un pueblo chico por su conservadurismo y pacatería. Los mirandeños o mirandenses o mirandanos le dan forma a su melancolía y deseo en los moldes que la ciudad ofrece. Esto se concreta en el hecho de que algunas acciones y algunos personajes se repiten de un relato a otro: ahí está el hijo de padres divorciados que puede ser fuente del sentimiento de culpa o de una particular forma del cuidado en los protagonistas, la figura de la exmujer como una especie de lugar seguro y no como una antagonista violenta, cierto sentido de la vergüenza tomándose a los personajes o abandonándolos, la muerte de los seres amados presentizándose siempre y haciendo las veces de catalizador de acciones, memorias o reflexiones. Hay que aclarar con fuerza que estas repeticiones en los cuentos de Andrés no funcionan como clichés. Anne Carson señala que recurrimos al cliché porque es más fácil que intentar crear algo nuevo; el cliché implica hacerse la pregunta «¿no sabemos ya qué pensamos sobre esto?» (11). La belleza de las repeticiones en estos cuentos es la misma que provoca la repetición en la poesía: en el poema, por un lado, la repetición puede implicar adentrarse en una imagen, repetirla hasta dar con su universo completo, con todas sus versiones posibles para conocerle el corazón, y, por otro lado, la repetición está ahí para darle ritmo al poema, para hacernos bailar o cantar. Fijémonos en una de esas repeticiones, la del hijo. Escribe en «Arrimadero»: «Al final de mi camino encontraré a Pedro, mi hijo, a quien veo regularmente pero más común es que lo extrañe. Me pregunto si, cuando llegue a su lado, estaré llevando conmigo —y él lo recogerá de mis ojos— un poco de ese cielo marchito, de esas voces como de ripio, de los recuerdos arrimados y de la larga ruta que desciende hasta el valle y que yo atravieso mientras el día se suicida». En «Lo lento» dice el narrador: «El abuelo tuvo muy joven a su primer hijo, mi papá. Y él me tuvo a mí apenas veinteañero. Yo también fui un padre joven, aunque no tanto, pero siempre me he sentido unido con mi abuelo y mi padre en esa misma circunstancia de vida. ¿Se puede heredar decisiones? ¿Se puede escoger qué heredarle a alguien? Yo no quisiera que Martín deba hacerse responsable de una familia a la edad en que lo hemos hecho los hombres de su familia antes que él. Me pregunto por qué no, pero no tengo respuesta. Quizás una respuesta posible esté gestándose y vaya a emerger en algún momento». Finalmente, en «Ánimas», ese padre tan parecido a Andrés dice: «cuánto quisiera tener a mi hijo dentro del vientre finalmente». Las variaciones en torno al tema del hijo son tantas en estos cuentos, que logran una forma de la conmoción que solo acontece cuando quien escribe vuelve una y otra vez y otra sobre un tema que lo obsesiona y recordemos que nos obsesionan los acertijos a los que no podemos o no queremos encontrarles la solución.
Yo leí Biopic en una versión en word que conservaba algunas correcciones que el Cadena había hecho y debo confesar que me generó fascinación detenerme en ese proceso de corrección en el que cambiaba ciertas expresiones por sinónimos o en el que podaba breves fragmentos que, le parecía, estaban de más. Pude, en otras palabras, mirar las tachaduras del último manuscrito de este libro. La tachadura es uno de los signos de la lucha por hacerle decir al lenguaje lo que quisiéramos que diga a pesar de la resistencia del lenguaje mismo. Gracias, Andrés, por seguir tachando y en ese proceso dar con lo más delicado, con las imágenes de lo que apenas existe.
Referencias
- Manzoni, Celina. «Lectores y lecturas de Pablo Palacio» en Jorge Icaza, Pablo Palacio: vanguardia y modernidad. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar – Doble Rostro Editores, 2013.