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Lo que fue el futuro: acercamientos puntuales a un novelón

Por Andrés Cadena

1

Releo las páginas de la partida de la perra Camila. Inundado de esa triste y sabia calma con que la anciana encuentra el lugar para su fin, lloro sobre las páginas impresas. No me ocurre seguido, lo de llorar leyendo una novela. Esto no es ningún alarde de valentía, porque usualmente abrazo todo el repertorio de mis vulnerabilidades. La literatura me ha significado más bien la posibilidad del disimulo, el ámbito oportuno para el escapismo; eso, cuando intento escribir. Cuando leo, me embriaga el encuentro con lo otro, que invariablemente se me presenta más interesante que lo mío; y de todas formas siempre media el lenguaje, esa red con la que pretendemos pescar el mundo y que, aunque sea más o menos traslúcida, siempre está ahí intermediando. Por eso no suelo llorar cuando leo: son solo palabras, me miento para tranquilizarme.

Pero aquí estoy, releyendo como decía sobre esos instantes finales de Camila y todo lo que siente, mira y piensa esta narradora brillante de Lo que fue el futuro. Me pregunto si mis lágrimas se deben a que conocí en vivo a Camila, a que supe de sus últimos días y de su ida por la voz de mi querida amiga Dani, a que ella misma me ha enseñado en qué parte de su jardín esa vida noble supo dar con el punto de su término. Se me anuda la garganta, pero no es por eso, no es por el referente extraliterario que esta narración me lleva fuera de mí. No es tampoco por la emoción estética, esa belleza que clásicamente se asocia con la correcta selección de palabras y su hábil encadenamiento; no es solo por eso que antes se calificaba como «la pluma» de un autor o autora.

Releyendo, no solo esta parte sino toda la novela, he querido indagar de dónde viene el inconfundible efecto desencadenado por esta literatura, basado en una simultaneidad de sensaciones que se van cociendo en un todo en apariencia diáfano pero que se compone de una complejidad difícil de desentrañar porque no es analizable, no es susceptible de fragmentarse en diversos componentes: su contundencia nace de su naturaleza de organismo. La idea convencional de trama o de hilos argumentales tampoco es de utilidad aquí porque el texto no busca la forma de una secuencia o de un misterio y menos apunta a un desenlace, sino que se corresponde, me parece, con la figura de las reverberaciones. O los ecos, o las ondulaciones circulares que provoca en el agua quieta el repentino y puntual ingreso de un cuerpo extraño. Un oleaje circular, que tiene un ritmo y una variación de volumen a medida que se ensancha en el tiempo, se abre en todas las direcciones y termina por someter su propio ritmo al del resto de la masa líquida que le ha dado cuerpo. Así creo que opera el texto de esta novela, cuyos hitos narrativos son puntuales pero extienden, despliegan varias series sucesivas (quizás también concéntricas) de imágenes de distinto origen y carácter —pero todas de hipnótica hermosura— en torno a eso a lo que la narradora quiere volver, como si fuera posible aquietar el cuerpo de agua una vez que la piedra ha roto lo tranquilidad de su superficie.

2

Lejos de conformarse con la acotada sensatez de la mímesis, la escritura espiralada y errabunda de nuestra autora apuesta por el movimiento y la ductilidad emotiva de las rememoraciones —elucubraciones, incertidumbres recurrentes, íntimas auscultaciones— porque se relaciona con el carácter vivo de todo texto, la animada inquietud que es toda lectura que valga la pena.

Siguiendo a su querido Barthes, la novela de la Dani nos ofrece numerosos punctums a partir de los cuales la narradora va desarrollando no ciertas historias de su vida sino el modo en que ella se relaciona con esos núcleos de su pasado, esos punctums que ha ido coleccionando por años —o cuyas punzadas no ha dejado de sentir en todo ese tiempo— y que le permiten discurrir en un avance horizontal, múltiple y sin norte como el del agua despertada. La forma de la escritura de la Dani sería entonces un movimiento expansivo, una sensibilidad que se dilata, que abre continuamente las posibilidades de su recepción. 

El gesto es generoso, porque al desechar todo afán por que algo se revele (y de ahí que no quepa la idea de digresión o divagación puesto que no hay un camino previamente demarcado del cual alejarse), los lectores nos vemos encarando, siempre de nuevo, la materialidad del texto, la superficie del agua ondulante, la piel de esas palabras que, claro, dibujan ante nuestros ojos unos precisos paisajes emocionales y unas reflexiones agudas que abrevan siempre del manantial prolífico de los sentimientos. Y esto se agradece, digo —otra vez recurriendo a Barthes—, porque constituye un manifiesto en favor del placer del texto, esa posibilidad para quien lee de encontrar sentidos propios en las palabras compuestas por otra persona. 

Seguramente por ahí se explica mi llanto por leer del sabio y calmo ingreso de Camila hacia la muerte: la expansión en la escritura de la Dani emborrona los límites entre lector y texto, no nos ofrece un significado que interpretar sino que nos acoge en todo un ámbito de sensibilidad común, un universo habitable, un espacio construido por una afectación que nos toca personalmente y se condensa en un nuevo afecto que no puede ser sino, apenas lo leemos, ya por completo nuestro. 

3

Es particular la escritura de la Dani, y siempre me ha desasosegado. La verdad es que no puedo decir mucho sobre ella porque yo no escribo ensayos. La dificultad que me presentan los ensayos radica en que no sé por dónde empezar a tomar esa construcción absurda y amorfa que es el mundo, o la manera en que malamente lo entendemos. Y eso admiro de quienes escriben ensayo: en cualquier lugar ven la oportunidad de detenerse y reflexionar, de apuntar conexiones inusitadas, de ensanchar las posibilidades con que vivimos y sentimos. Es como si solo ante la creatividad de su mirada, y gracias a su sensibilidad expresiva, se dejaran adivinar las secretas siluetas de lo real. La narradora de Lo que fue el futuro, evidentemente una ensayista, es capaz de esto que digo: mostrarnos cómo emplea el lenguaje para relacionarse con la vida, develando con sinceridad el lugar desde donde habla y mira, las ideas y pulsiones que le operan por dentro, los deseos y recuerdos que animan su sentir transformado en escritura. La familiaridad y el talento de la Dani para el ensayo hacen que el mundo que nos presenta se identifique con el nuestro, o que sea más convincente aún, más claro y concreto (en toda su complejidad) que el que tenemos frente a nuestros ojos. Más dolorosamente hermoso, sin duda. 

Quienes escriben ensayo son como profetas al revés: nos muestran unas verdades que teníamos dentro pero que no reconocíamos, y convocan a nuestra individual capacidad de lectores para invitarnos a percibirlo todo con renovada fe en la vulnerabilidad. 

Eso me ha hecho sentir este texto. Y pudiera ahora decir algo más obvio: que esta novela va de un matrimonio en crisis, de un duelo infinito, de la amistad y el amor, y de sus reversos; de las orfandades; de una infancia dura pero también llena de descubrimientos, del peligro apenas intuido y de la inminencia de lo póstumo; de una ciudad magnéticamente anacrónica, de una revuelta de octubre, del amor total por los animales, de la fiesta en la mediana edad, de la melancolía y la nostalgia, de un escritor de los 50 cuyos legados resultaron ser todo lo contrario de lo que él anhelaba. Todo eso ocurre aquí y no importa mucho que yo lo mencione de pasada porque las reiteradas posibilidades de relacionarse con la memoria, de revivir la vida como la planeamos y confrontarla con todo lo que en su lugar ha llegado, es el inagotable patrimonio de la escritura de la Dani, cuya potencia es irresumible porque su paradójica precisión para lo ambiguo anula cualquier intención de spoiler en esta intervención mía. 

4

Estamos en la casa de juventud de otra querida amiga, en la terraza de un edificio en el borde de La Mariscal, disfrutando cómo la fiesta nos afecta intravenosamente: es un hecho ambiental y comunitario pero se nos mete en el cuerpo y nos corre por dentro. Conversamos con la Dani de varias cosas, y dejamos que la luz de la tarde, que perfila la contingencia incesante del Pichincha, nos imponga de cuando en cuando su silencio en tramas de colores inclasificables. Conversamos brevemente de libros que hemos leído y que quisiéramos leer, que nos recomendamos entusiastas; hablamos de libros que han escrito amigas y amigos, y que fueron presentados por otros seres queridos, y nos alegramos infantil, plenamente, por ese maravillarnos juntos ante las mismas cosas. Por un instante me parece extraño coincidir en tantos disfrutes y tantas querencias, pero enseguida —quizás por alguna observación preclara de la Dani— entiendo que es más bien lógico y esperable que cuando las emotividades están en sintonía se activen reacciones similares ante la misma imagen observada; lo que se llaman comunidades estético-afectivas, dice alguien. Cuánto mueven y cuánto convocan. Como la visión de ese volcán en torno a cuyo cuerpo nos hemos ceñido demasiados años sin notarlo o sin nombrarlo. Entonces, yo le quiero decir a mi amiga que más allá de todo lo conversado, ella es una de mis escritoras favoritas de todos los tiempos. Que lo que ella escribe siempre me llega como si yo hubiera estado esperando las palabras de sus cadenciosas frases, llenas de incisos que me procuran el raro placer de lo matizado, que me envuelven y convencen de su mirada, tan seductora en su dudar y tan auténticamente desnudada una y otra vez. Le mencionaría que su literatura es expansiva y se despliega como las ondas en un cuerpo de agua, pero en este momento pasado eso aún es apenas un presentimiento. De todos modos, la expansividad es una marca propia de su ser en el mundo, que se presenta en sus dotes de anfitriona, en su hospitalaria apertura para amigas y amigos, en su cariño vital por los animales y las plantas; en su generosa apuesta por el desprendimiento, por el alegre exceso de compartir un festejo, algo que tan bien se le da. En lugar de todo aquello, le digo que qué bacán es sumar la admiración al hondo cariño de la amistad —porque ambas emociones se funden en una nueva y más intensa, sin nombre claro pero decididamente festiva— y mi amiga concuerda, sonriendo con amplitud. 

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