Alicia entra y de ella, de su andar cauto, despistado, se desprende una singular suavidad. Alicia llega y el brillo de su pelo rojo o de su pantalón de terciopelo azul o de sus zapatos amarillos ocupa un resplandor ligero, en algo atrevido, en algo adolescente. Alicia habla y su lengua nos seduce y nos mantiene juntas: nos apacigua y nos quiere la voz de la Alicia, y, mientras dice, también nos enciende, también nos moviliza. Y cuando Alicia escribe ocurre, en cambio, un extraño tocar, nos acaricia con la cadencia de un ritmo íntimo.
Con esa agitación suave que es la de tu cuerpo, contemplo tus estancias, Alicia:
1972-1982: Guayaquil [Una estancia]
1982-1983: Alemania Murnau-Göttingen-Munich, [Cuatro estancias]
1983-1987: Guayaquil-Quito [Cuatro estancias]
1987-1993: Moscú [Cinco estancias]
1993-1994: Guayaquil [Una estancia]
1994-2001: Quito [Cuatro estancias]
2001-2004: Pittsburgh [Cuatro estancias]
2004-2011: Quito [Dos estancias]
2011-2012: Pittsburgh [Una estancia]
2012-2015: Quito [Una estancia]
2015: Guayaquil [Una estancia]
2016-2020: Quito [Dos estancias]
Este libro andrógino hecho de lugares perdidos es un mapa que no señala ninguna dirección, ni recompone ninguna organización, es más bien un trazado hecho de huellas, discontinuidades y fragmentos en los que localizamos al afecto como núcleo energético, detonador inapelable, grieta y también camino de una vida apasionada. La vida de Alicia: el cuerpo de Alicia. Este libro andrógino que puede ser leído en clave cartográfica también es registro de un aprendizaje ¿Cómo aprendemos a habitar un cuerpo, a apropiarnos de su singularidad hecha de la materia imperfecta de nuestra genealogía? ¿De las memorias arcaicas que migran y se instalan en nuestros gestos, en la pura contingencia, en la necesidad y la reminiscencia que somos?
Contemplo tus estancias, Alicia, y me detengo en una que escena me hace llorar largamente: entra una enfermera y deposita la niña en tus brazos y la cara que observo es la de mi hija, y vuelve a mí la impotencia insólita y el desmesurado amor frente a ese cuerpo que se me ha salido, y vuelvo a sentir, contigo, el vacío que ha dejado el parto y la alegría salvaje y la abismada soledad que será siempre la maternidad. Y, claro, el equívoco que implicará cualquier crianza y la torpeza con la que voy a herir a la hija, cada vez que intente salvarla, de eso que ya es solo suyo, su dolor.
Leer incorpora, dice Pascal Quignard, «leer es asimilar, y asimilar es ya es estar bajo el influjo de la devoración de la similitud (…) es hacer nuestro lo que no es uno.» Ahí estamos, Alicia, contigo, nosotras, en el encuentro entrañable que habilita tu escritura; ahí estamos, te repito, eligiendo contigo, en esos almacenes rusos que describes, la muñeca que escogerás para Ale, la niña a que has tenido que dejar, esa muñeca que nosotras hemos recibido de las manos de padres que se también se tuvieron que ir; te acompañamos en ese destiempo y ese empalme que teje tu escritura, buscando entre el desorden de un mundo que está por derrumbarse (la URSS 1989), te vemos llenar tus bolsillos con objetos que restituyan frente a tu hija la ausencia, que apacigüen el dolor que es de las dos, y que es de nosotras, y de todos los desamparos que nos constituyen. De esa orfandad que ahora es la tuya, Alicia, has perdido a tus padres, a los dos en un año y nos has regalado este libro de duelo y de amor: porque el impulso que late en el fondo de nuestra escritura de duelo es el del cuidado último y definitivo de una desaparición. Dice Georges Didi-Huberman, en ese hermoso texto que es Ninfa dolorosa, que ligado al acto fúnebre de la lamentación y del trabajo del duelo está precisamente la pregunta ¿Cómo proteger una desaparición? Y reconoce que esa tarea, que es política y es ética, ha sido fundamentalmente femenina ¿Qué tienen en común los quejidos funerarios y los cantos de cuna?, se pregunta.
Esa pregunta me regresa al cuerpo de Alicia que acuna a su hija y entierra a sus padres, con una escritura que mientras canta, se lamenta, que mientras celebra, honra la vida de los muertos amados, y al hacerlo arrulla también a mis hijos y despide también a mis muertos predilectos.
Alicia quiere proteger la desaparición del hada de palito verde, que ha tenido que dejar en el departamento de la Bosmediano, porque hay otro duelo que acontece en su escritura, y es el de la separación amorosa. Separarse es partir, es repartir, es desintegrar las cosas que amamos, nuestras colecciones. Alicia quiere proteger la desaparición del hombre de palo, de un bus de madera, de una jirafa, de un acordeón, de una máquina de coser, de una cocina y de una bicicleta pequeñita. Y al hacerlo, protege la desaparición de nuestros juguetes; quiere Alicia, con el resplandor de su escritura proteger la desaparición de los círculos dibujados por sus zapatos en la nieve de Moscú y quiere sobretodo proteger la desaparición del último círculo que alcanzaron a caminar, en el patio de su casa, ella y su papá, el hombre con el que aprendió a bailar y que ahora reposa en su tierra debajo de un árbol al que amó. La escritura es por sobretodo en Alicia, esa custodia.
Me quedo contigo, Alicia, rumiado una imagen que ahora atesoro: tu traficas caviar y bomboneras de cristal tallado, tú tienes una panza todavía pequeña y cometes tu primer acto ilícito y te conviertes mientras estudias filología rusa, en matutera y en mamá. Cómo no enamorarnos de ti, Alicia, contrabandista y escritora. Tu libro andrógino no es solo una cartografía y un lamento que protege mientras se despide, tu libro atesora los rastros de pequeños acontecimientos que para ti fueron decisivos, es decir abiertos a infinitos campos de posibilidades y que se hicieron tu vida. Ahora atesoramos contigo escenas de tu infancia que fueron perseverando en ti: eras ya una niña con el pelo rojo que guardaba en una funda de papel todo hasta hacerla explotar; este libro andrógino es también esa funda de papel, en él produces la infancia con las sobrevivencias, los restos del estallido que quedaron del goce y de la tristeza, de la duración del amor y de los abandonos que nos lastiman.
Alicia: celebración de un nombre, nos hereda un coraje con su escritura.
Nos sostenemos en ti, y te sostenemos mientras esperas que en ese locutorio que una vez fue una iglesia, digan tu nombre con acento extranjero para que puedas oír la voz de tu mamá, que te saluda, por teléfono, desde el otro lado del mundo. Alicia el nombre de tu madre y de tu abuela. Estamos aquí nosotras, en esta noche de presentación, a tu lado, para celebrar también su nombre. Somos tu círculo de pantomima justiciera y recibimos este libro andrógino que es un homenaje también a la amistad, esa amistad a la que Jaques Derrida define en términos de desproporción y es la única que nos interesa, amamos desproporcionadamente a nuestras amigas porque acompañaron nuestro vagabundeo, nuestra errancia y nuestra pérdida: en los trayectos que le llevaron a sus casas, Alicia pudo meditar y en su compañía se reconstituyó; en las lecturas que le recomendamos pudo encontrar una comunidad silenciosa para instalarse y fueron sus voces las que resistieron a su lado, cuando gritó en ese inolvidable Octubre, y también cuando se conmocionó en la pandemia, por tanta muerte y tanta impunidad.
El libro que has escrito, Alicia, —novela, memoria, ensayo— hilvana imágenes que alumbraban también una reparación después de la pérdida. Hay algo profundamente ligado al renacimiento en cada destrucción, de ahí tu gesto de escribir estas estancias como un modo de ir y de regresar, de interpretar la vida a través de la muerte: «Estancia-permanencia. Estancia-nido. Estancia-rito. Estancia-inicio. Estancia-promesa. Estancia-memoria. Estancia-trayecto. Estancia-mapa. Estancia-vida. Estancias de partida y de regreso».